Llegó el ángel maldito,
húmedos ojos, muñecas cercenadas.
El ángel ciego,
conducido por el perro leproso.
Y no se trata aquí, tampoco,
de conmover a nadie
pero el perro era horrible:
era el perro del ángel,
escaldado hasta el alma
por la suprema roña de su dueño.
Era un perro con alas,
sin patas, sin orejas;
acaso unos seudópodos y alguna antena.
Y este perro magnífico,
este mastín roído hasta el ratón,
mordía, pero no ladraba.
Solamente los ojos del perro estaban vivos:
lo demás era tierra entre la tierra,
pantano de pantanos.
Lo demás era ciego,
y de carnes pasadas
o tiernamente repelentes
como las carnes azules de su ángel.
El ángel se acercaba,
maldito, amado y putrefacto,
para besarme con su boca herida
por todas las espadas
que mano humana urdiera.
Yo me puse las manos sobre las rodilla, la carne sobre el hueso,
anfibio transtornado por la naturaleza
enloquecida:
y el perro -este vidente-
se acercó primero,
y me tendió la pata que goteaba carne,
y la tomé,
por miedo.
Eduardo Lizalde, de El tigre en la casa
O los libros de lo inevitable
Wednesday, August 06, 2008
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