En Cádiz, hasta hace poco, podía uno encontrarse con un anciano que se dedicaba a vender libros por los bares nocturnos. No llevaba él los libros dentro de la cabeza, ni se contaban esos libros por centenares, como a cientos los llevaba Peter Kien[el de la novela de Canetti] , sino que transportaba los tres o cuatro títulos escogidos en una bolsa de rafia. Entre los decibelios de la música y de las conversaciones imprecisas de los noctámbulos, se filtraba de pronto una voz delgada, educada y enérgica , que te ofrecía un libro a bajo precio. Solía tratarse de novelas de autores caídos en el olvido o de ensayos políticos más olvidados aún que esas novelas olvidadas de autores olvidados. Y resultaba rara la sensación de ver a ese librero ambulante, siempre con gabardina y con destartaladas zapatillas de paño, entre el bullicio propio de la noche. Y le comprabas un libro cualquiera, como quien compra una rosa marchita a un vendedor sonriente de rosas, y él te aseguraba, como fórmula invariable, que aquél libro cambiaría tu vida, y tú le dabas unas monedas a cambio de ese objeto hechizado, con garantía de encantamiento, y él se iba con los escasos libros restantes a otro sitio, nocturno mercader de ensayos y ficciones.
Felipe Benítez Reyes. Los libros errantes. Anaya.
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