Minea tiene miedos ciegos y torpes que le tocan rincones aterrados por encontrar otro escondite. La noche pelea contra ella y ella contra la noche. Contra las horas largas y los gritos de una música inaudible. Las voces le corroen la conciencia, las palabras se le marcan bajo la piel como sombras inquietas que buscan la garganta, los dedos. Todas las articulaciones del cuerpo se paralizan, se queman poco a poco en medio del calor abisal. Nada puede decir petrificada, quemada, hundida en una maraña de palabras e imágenes que no desaparecen, ni con los ojos cerrados ni con los ojos abiertos, ni en compañía ni sin ella.
La mañana la encuentra con las armas levantadas, con el cuerpo distendido entre el sueño y la vigilia. El cielo está negro aún. ¿Cómo mirar preguntando los días? ¿Cómo mirar sin llorar o rezar?
Sus brazos se levantan, cansados, flojos... limitados. Y se van sus manos por la espalda, se toca levemente las costillas, la piel que sigue siendo suave. Esconde la cabeza entre sus brazos. Estornuda. No quiere levantarse, no quiere enfrentarse a un día... otro día, en el que todo ha quedado pendiendo de un hilo delgadísimo. Los límites temporales son grandes llamas que no dejan su crepitación hasta que no se termina con ellos. Hasta que no se les arroja la tierra del pasado encima.
Minea se toca las piernas, los brazos, se mira al espejo... siente sus labios, cierra los ojos... Aún no llega... nadie ni nada...
Agradece que la noche no la haya vuelto un Gregorio Samsa más.
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