Y me hice una promesa: me iría, porque ése era mi destino, pero un día volvería a aquél mismo lugar. Un día, cuando hubiese hallado lo que buscaba, aquello a lo que por el momento ni siquiera podía poner nombre...
Hubiera dado todo lo que tenía por instalarme allí con Helena, en alguna casita que tuviese ajimeces y (fuese eso lo que fuese) un alminar, un pozo o una fuente.
Sentados en un banco de piedra, fumando en silencio, contemplamos largo rato una que era exactamente así. ¿Quién viviría allí? Sin moverme podía ver a un lado de la plazuela otra igualmente amable, y más lejos otra, y envidiaba a quienes habitaban en ellas. Pensé que tal vez, mirándonos al pasar, alguien sentía envidia de nosotros precisamente porque adivinaba que eramos aves de paso.
Era esa clase de belleza qeu induce a la melancolía. Mientras lo estaba viviendo, me entristecía ya el sentimiento de que aquél instante fuera efímero...
Manuel L. Alonso.
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Conozco a una castaña teñida de rojo (es por eso pelirroja?) que siempre me ha traido suerte desde que irrumpió despacito en mi vida. Ella quiere que le repita que iré, pues repito: Ahí estaré. Para lo que ella necesite. Supongo que sabe que la amo también, pero le gusta que se lo digan, pues: Te amo. Ya pronto dejarás de contar...
promesa de cabrones.
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