Ya lo había dicho Borges, del célebre Shih Huang Ti, un hombre manda qumar los libros, edificar una muralla infinita y matar a su madre por adúltera para preservar el destino de su imperio. Ordenó que todos sus descendientes tuvieran el mismo nombre, para gobernar, incluso, la palabra. Un hombre dotado de semejante grandeza no podía hacer menos que eliminar todas las causas de su muerte. Excluyó de los ritos humanos la extranjería y la descendencia sin nombre, hizo, en fin, que el mundo que lo rodeaba se cimbrara a razón de sí mismo. En mayor o menor medida todos eran actos de fundado egoísmo anacrónico.
Los abrazos se dan para satisfacer una necesidad exclusiva individual. Uno abraza al que llora para consolarse a sí mismo de su impotencia divina, uno espera porque decide para uno mismo esperar lo que el otro pueda traer y así convenir la vida. Alguien besa por el placer de ensismismarse con los ojos cerrados, espera y piensa en el otro con la inefable convicción de que el otro piense en él. Eso ya lo había dicho Freud y lo habían dicho tantos... Todos los actos que se erigen en pro de los demás, la lástima, la compasión, la generosidad, la ternura, la condescendencia, pertenecen a un orden individualmente destructor.
En las relaciones humanas, por otra parte, cada quien erige sus murallas, cada quien elimina la historia individual que conviene, cada quien mata a su propia madre alegoricamente incestuosa y erige un imperio que, a través del tiempo no puede más que destinarse al fracaso... Ni siquiera la muralla china se terminó de construir... ¿Qué se puede esperar de nuestras pequeñas fortalezas?
O los libros de lo inevitable
Monday, May 12, 2008
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