Un grupo de personas se golpean entre sí. Miran al piso y maldicen. Sus rostros son un incendio casi extinguido, una luz falsa que parece el resplandor de un televisor en medio de un cuarto con las luces apagadas. Pelean contra algo que parece un pez o un perro, un monstruo henchido de palabras letales; una leyenda colocada en los malos labios adecuados.
Más allá, en el horizonte perpendicular a las vías de un tren; cerca de las barrancas disecadas para el paso, un grupúsculo de niños escucha la cátedra de un minero intrépido. El gambusino de un poema crepitando en las boñigas.
La palabra caviar dilatando pupilas, como la rabia o la peste...
Luego vino la mierda, anticipo impostado de la fatalidad, los animales cerúleo y verde levitando a mi alrededor; el aguijón punzante extraído de la carne para evadir el miedo.
Decapitar el verdor, el azul de una espiral viscosa y el tacto... la pura sensación de impregnar el ambiente con un cuerpo desconocido sobre un piso húmedo, defendiendo líquidos de colores como pescados, como ojos juzgando ante la espada los momentos de desnudarse, de caer como acostarse para siempre.