Quizás y para siempre estemos condenados a la tortura. Después de todo quién puede huir de lo dañino o como dijo un poeta: Siempre se apetece lo dañoso. Somos certeros al decidir en pos del placer. Podemos reñir con nuestra conciencia y simplemente dejarnos llevar por el sentido de lubricidad. Al fin, tendremos que enfrentarnos tarde o temprano con la abolición de nuestro lóbulo frontal. El alcohol nos hace, o probablemente sólo ayude, decidir justo todo aquello que no podemos dejar de hacer para mostrarnos que somos... aunque no sea así, poderosos.
La frontera entre la violencia y el sexo es literalmente pobre, tanto como lo es la del poder y el amor, la dominación ante todo puede representar sólo nuestras ganas de ver rendido a alguien a lo que nuestro cuerpo puede dar ¿o no? Probablemente todo se trata de volvernos más humanos a través del sufrimiento, o más sórdidos, o más elementales, o quizá sólo se trate de volver al enfrentamiento. Si nos enfrentamos podemos de alguna manera volver a ser nosotros mismos, el nosotros atormentado que tiene más ganas de repetir lo que nos hizo comenzar a arrepentirnos para crear ese círculo en que lo estimulante siempre resulta indescifrable. Buscamos de alguna manera decidir por nosotros lo que los demás pueden decidir para ellos. Sólo existe una premisa: Yo no te pertenezco, soy yo... siempre yo. ¿o no?
A mí, el alcohol y la mierda (como dice Frank Delgado) sí me sacan de este mundo.
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