O los libros de lo inevitable

Friday, December 09, 2005

Madame Edwarda II

IV
Comencé a vagar por esas calles propicias que van del crucero Poissonniére a la calle Saint Denis. La soledad y la obscuridad completaron mi embraguez. La noche estaba desnuda en las calles desiertas y quise desnudarme como ella: me quité el pantalón y me lo puse al brazo; hubiera querido atar la frescura de la noche a mis piernas: una libertada atronadora me impulsaba. Me sentía magnificado. Tenía en la mano mi sexo erecto.
(Mi entrada en materia es dura. Hubiera podido evitarla y seguir siendo "verosímil". Me convenían los rodeos. Pero así es, no hay rodeos para comenzar. Continúo... es cada vez más duro...).
V
Sorprendido por algún ruido volví a ponerme el pantalón y me dirigí a Los Espejos: allí volví a encontrar la luz. En medio de un enjambre de muchachas, Madame Edwarda, desnuda, sacaba la lengua. Para mi gusto era encantadora. La escogí; se sentó a mi lado. Apenas tuve tiempo de contestar al coime; tomé a Edwarda que se abandonó en mis brazos; nuestras bocas se juntaron en un beso enfermizo. La sala estaba repleta de hombres y de mujeres; tal era el desierto en que se proseguia el juego. Durante un instante su mano se deslizó; me rompí súbitamente como un vidrio; temblaba en mis calzones; sentía a Madame Edwarda, cuyas nalgas retenía en mis manos; ella también se desgarraba; en sus grandes ojos extraviados estaba el terror y en su garganta un largo gemido de estrangulada.
VI
Recordé que había deseado ser infame o, más bien, que hubiera sido necesario a toda costa, que lo fuera. Adivinaba las risas a través del tumulto de voces, de luces, del humo. Pero ya nada contaba. Estreché a Edwarda en mis brazos, ella me sonrío; en ese instante, transido, sentí un nuevo estremecimiento. Una especie de silencio cayó sobre mí y me heló. Ascendía en un vuelo de ángeles que no tenían ni cuerpos ni cabezas, hechos de deslizamientos de alas; pero todo era muy sencillo; me entristecí y me sentí abandonado como lo está uno en presencia de DIOS. Todo era peor y más demencial que la embriaguez. Al principio me apenaba la idea de que esta grandeza que me caía encima me privara del placer que esperaba obtener de Edwarda.

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