O los libros de lo inevitable

Monday, December 12, 2005

Madame Edwarda III

VII
Me sentí absurdo; Edwarda y yo no habíamos cruzado ni una palabra. Experimenté un instante de gran malestar. No hubiera podido decir nada del estado en que me hallaba: en medio del tumulto y las luces, la noche caía sobre mí. Quise tirar la mesa, transtornar todo; la mesa estaba fija en el suelo. Un hombre no puede soportar nada más cómico. Todo había desaparecido, el salón y Madame Edwarda. Sólo la noche...
VIII
Una voz demasiado humana me sacó de mi perpelejidad. La voz de Madame Edwarda, como su cuerpo grácil, era obscena:
-¿Quieres ver mis entresijos?- me dijo.
Con las manos agarradas a la mesa, me volví hacia ella. Sentada frente a mí , mantenía una pierna levantada y abierta; para mostrar mejor la ranura estiraba la piel con sus manos. Los "entresijos" de Edwarda me miraban, velludos y rosados , llenos de vida como un pulpo repugnante. Dije con voz entrecortada:
-¿Por qué haces eso?
- Ya ves -dijo-, soy DIOS ...
-Estoy loco...
-No es verdad; debes mirar: ¡Mira!
Su voz rasposa se suavizó y se hizo casi infantil para decirme lánguidamente, con la sonrisa infinita del abandono: ¡Cuánto he gozado!.
IX
Había guardado su postura provocante. Ordenó:
-¡Besa!
-Pero... -dije-, ¿delante de todos?
-¡Claro!
Temblaba; yo la miraba inmóvil; ella me soreía tan dulcemente que me hacía estremecer. Al fin me arrodillé; titubeando, puse mis labios sobre la llaga viva. Su muslo desnudo acariciaba mi oreja: me parecía escuchar un sonido de olas como el que se escucha en los caracoles marinos. En la insensatez del burdel y en medio de la confusión que reinaba alrededor (me pareció que me asfixiaba, estaba congestionado y sudaba), yo permanecía extrañamente en suspenso, como si Edwarda y yo nos hubieramos perdido en una noche de vendaval frente al mar.
X
Escuché otra voz, la de una mujer robusta y bella, vestida con propiedad:
-Hay que subir muchachos -dijo con voz hombruna.
Pagué a la madrota, me levanté y seguí a Madame Edwarda, cuya desnudez apacible cruzó el sálón. Pero el simple recorrido entre las mesas repletas de muchachas y de clientes, este rito burdo de "La que va para arriba", seguida del hombre que le hará el amor, no fue en ese momento para mi más que una alucinante solemnidad: los talones de Edwarda sobre el piso enlosado, el contoneo de ese largo cuerpo obsceno, el acre olor de mujer que goza, husmeado por mí, de este cuerpo blanco... Madame Edwarda iba delante de mi, como envuelta en nubes. La indiferencia tumultuosa de la sala a su dicha, a la desmesurada gravedad de su andar, era una consagración regia y una fiesta florida: la muerte misma participaba en la fiesta, ya que la desnudez en el burdel invoca siempre la idea del cuchillo del carnicero.
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Para quien preguntó: No, no transcribiría un libro muy largo. Y sí, vale la pena, al menos para mí.

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