O los libros de lo inevitable

Tuesday, December 13, 2005

Madame Edwarda IV

XI
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...Los espejos que cubrían los muros y el plafón multiplicaban la imagen animal de la cópula: al menor movimiento, nuestros corazones rotos se abrían hacia el vacío en el que nos abismaba la infinidad de nuestros reflejos.
XII
Finalmente zozobramos de placer. Nos incorporamos y nos miramos gravemente. Madame Edwarda me fascinaba: nunca había visto una muchacah más bonita - ni más desnuda-. Sin dejar de mirarme, tomó de un cajón unas medias de seda blanca; se sentó sobre la cama y se las puso. la poseía el delirio de estar desnuda; una vez más, separó las piernas y se abrió ; la acre desnudez de nuestros cuerpos nos arrojaba descorazonados en el mismo agotamiento. Se puso una chaquetilla blanca y disimuló su desnudez bajo un dominó: el capuchon le cubría la cabeza y un antifaz orlado de encaje le ocultaba el rostro. Así, vestida, se desprendió de mí y dijo:
-Salgamos.
XIII
-Pero... ¿ puedes salir?- le pregunté
-Vamos, pronto fifí- dijo ella alegremente- ¡no vas a salir desnudo!.
XIV
Me dió la ropa, me ayudó a vestirme y mientras lo hacía, su capricho mantenía a veces, entre su carne y la mía, un contacto disimulado. Bajamos por una escalera estrecha en la que nos cruzamos con una afanadora. En la súbita oscuridad de la calle, me sorprendió descubrirla huidiza, vestida de negro. Se apresuraba alejándose de mí. El antifaz que la enmascaraba la volvía animal. No hacía frío y sin embargo yo temblaba. Edwarda iba ajena a todo; un cielo estrellado, vacío y demente sobre nuestras cabezas. Creí vacilar pero caminé tras ella.
XV
A estas horas de la noche , la calle estaba desierta. De pronto, maliciosamente y sin decir una palabra, Edwarda echó a correr. la puerta Saint Deis se alzaba ante ella: se detuvo. Yo no me había movido: como yo, inmóvil, Edwarda esperaba bajo la puerta, en medio del arco. Era algo enteramente negro, simple y angustioso como un agujero: comprendí que ella ni siquiera reía y que, bajo el vestido que la velaba estaba ausente. Supe entonces, ya disipada en mí toda embriaguez, que ella no había mentido. Que Ella era DIOS. Su presencia tenía la simplicidad inintelegible de una piedra: en medio de la ciudad, tenía la sensación de estar de noche en la montaña, entre soledades sin vida.
XVI
Me sentí liberado de ella; estaba solo ante esta piedra negra. Temblaba, adivinando ante mí lo más desierto que hay en el mundo. De ninguna manera podía desentenderme del horror cómico de mi situación: aquella mujer cuyo aspecto en ese momento me helaba, un instante antes... El cambio se había producido como un deslizamiento. En Madame Edwarda el luto, un luto sin dolor y sin lágrimas, había hecho surgir un silencio vacío. Sin embargo, yo quería saber: esta mujer que hacía apenas unos instantes estaba tan desnuda y que me llamaba alegremente "fifí"... Crucé la calle; mi angustia ordenaba detenerme, pero yo seguía avanzando.

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