O los libros de lo inevitable

Friday, December 16, 2005

Madame Edwarda VI

XXI
(Me explico: es vano tratar de hacer ironía cuando digo de Madame Edwarda que ella es DIOS. Pero el que DIOS sea una prostituta de burdel y una loca, no tiene sentido racional . En rigor, me alegra que mi tristeza le provoque risa : sólo me comprenderá aquel cuyo corazón esté herido de una llaga incurable tal que nadie jamás querría sanar de ella... ¿Y qué hombre herido aceptaría "morir" de una herida que no fuera como esa?)
XXII
La conciencia de lo irremediable cuando, como en aquella noche estaba arrodillado junto a Edwarda , no era ni menos clara ni menos escalofriante que en el momento en que escribo. Su dolor estaba en mí como la verdad de una flecha: sabemos que entra en le corazón, pero con la muerte; en espera de la nada lo que subsite tiene el sentido de las escorias con las que mi vida se empeña en vano. Ante un silencio tan negro, hubo en mi deseperación un salto; las contorsiones de Edwarda me arrancaban de mí mismo y me arrojaban despiadadamente hacia un más allá negro como se entrega el condenado al verdugo.
XXIII
Aquel que está destinado al suplicio, cuando, después de la interminable espera, llega un pleno día al lugar en que se cumplirá el horror, observa los preparativos; el corazón le palpita agitado: en su estrecho horizonte cada objeto, cada rostro reviste un sentido abrumador y contribuye a apretar el tórculo del que ya no se puede escapar. Cuando vi a Madame Edwarda retorciéndose en el suelo , entré en un estado de absorción similar, pero en el cambio que se produjo en mí ya no me contenía: el horizonte ante el que me ponía el sufrimiento era fugaz como el objeto de una angustia; desgarrado y descompuesto, experimentaba una sensación de poderío, a condición de que, volviéndome malvado, me odiara a mí mismo. El deslizamiento vertiginoso por el que me extraviaba había abierto en mí una zona de indiferencia; no se trataba ya de una preocupación o de un deseo: el éxtasis de la fiebre nacía, en este punto , de la entera imposibilidad de detenerse.
XXIV
(Si debo aquí descubrirme, resulta decepcionante jugar con las palabras y tomar prestada su lentitud a las frases. Si nadie reduce a su desnudez lo que yo digo, suprimiendo la vestidura y la forma, estoy escribienso en vano. (Asimismo, ya lo sé, mi esfuerzo es deseperado: el relámpago que me deslumbra -y me aniquila- no habrá sin duda cegado más que mis ojos). Sin embargo, Madame Edwarda no es el fantasma de un sueño: el sudor de su cuerpo ha empapado mi pañuelo: a mi vez quisiera conducir a los demás al punto hata donde he sido llevado por ella. Este libro tiene su secreto; pero debo callarlo: está más allá de todas las palabras).
XXV
Al fin, pasó la crisis. Durante un rato todavía, las convulsiones continuaron, pero con menos furia. recobró el aliento, sus rasgos se suavizaron y dejaron de ser horribles. Extenuado, me recosté junto a ella sobre el pavimento durante unos instantes. La cobijé con mi roja (sic). No pesaba mucho y decidí llevarla cargando; la estación de taxis no estaba lejos. iba inerte en mis brazos. El trayecto fue largo; tuve que detenerme tres veces. Mientras tanto, ella volvió en sí y cuando llegamos quiso permanecer de pie: dio un paso vacilante. La sostuve y ayudada por mí subió al coche.
Dijo débilmente:
-...Todavía no... que espere...
Le dije al chofer que no arrancara. Exhausto, subí al taxi y me dejé caer junto a Edwarda.

1 comment:

Anonymous said...

¡No puedo creer que nadie opine! ¡Gracias por darme a conocer este relato, me está gustando mucho!